lunes, 21 de septiembre de 2009

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Frente al espejo, mientras escucha una canción que habla sobre volar alto, Leonor recuerda esa noche, ocho días pasados, intenta despertar del hechizo que le provocó la prohibida relación —ahora sí se sabe una femme fatal a pesar del largo tiempo de espera y de su poca experiencia—, recorre su forma corpulenta, que aunque robusta, se perciben sus formas ampliamente desarrolladas.

Toca sus senos llevados por esa fuerza de atracción que ejerce la tierra sobre todos los cuerpos y siente una vez más las manos de aquél furtivo amante que en sus ojos pícaros anunció encontrar sino el cielo, sí el camino. Aquél quien años atrás no mostrara si quiera un poco de interés por acercarse a ella, sólo saludos esporádicos y resultado de casualidades, aunque siempre con el apego de dos viejos amigos que comparten buenos recuerdos.

A cada instante aparece el repaso de las caricias que se iban consintiendo, y contrariamente a lo que Leonor podría esperar, la dulzura, tranquilidad y calidez de esos besos que recorrían su cuerpo dejando rastros de fuego, fueron alimentando las ganas hasta el punto de quererse olvidar de las precauciones debidas. El roce de las manos convertidas en protección durante la exploración de su boca por los pronunciados campos de silencio. Los abrazos que apretaban constantemente las explosiones de excitación de los cuerpos que intentaban ensamblarse.

El coqueteo entre su cuello y la barbilla anunciaba el anticipo a la embriaguez de sus mimos cada vez más próximos al sueño que no despierta. En su propia cama acariciaba por su espalda los rastros de que de primate sólo muestra el sexo masculino. Cómo olvidar su sexo entre las piernas mientras despertaba a la fiera que ella llevaba dormida desde tiempo atrás. El juego de manos, que resbalaba en besos. Sin saber qué pensaba, sin pensar qué sentía, sin sentirse moralmente maltratada.

Redescubrió la parte del amor que sí podía vivir, que no necesitaba de su corazón para expresarla y disfrutarla, aquí no importaba si volvía, se iba o se quedaba. Sólo vivió el momento, disfrutaba cada segundo, sintiendo que le hacían falta horas al cuerpo para terminar de aprobarse delicadamente en el encanto del deseo. Perdió cualquier miedo de pretender anhelarlo dormido en esa cama que por tanto tiempo ha estado sola y a dejar abierta la puerta.
Cuando cerró la puerta se volvió esclava de la evocación. Y ahí, frente a ese viejo espejo fuera de su lugar, su cuerpo sucumbe intermitentemente ante la repetición de la nostalgia que envuelta entre sábanas cansadas dejaron rastros de la espera de una nueva llamada.