jueves, 2 de septiembre de 2010

Diario de una ansiedad

Hoy despertó cuando el reloj sonó y lo apagó, sonó la segunda alarma y la recorrió, sin embargo, el primer despertador no se encendió por falta de luz, sí, esa que cuando no pagas, cortan. Y mientras abría por tercera, cuarta o quinta vez los ojos, después de una noche acalorada, volvió a pensar en el vacío de su almohada —“otra vez no pensó en mí, otra vez no llegó”. Como de costumbre una acelerada rutina de 20 minutos para irse a trabajar, otra vez la misma pareja con la que pelea por un taxi, pero esta vez fue más astuta e hizo la parada primero “sólo si me levantara más temprano…”. Y llega al trabajo y vuelve a ver aquél espacio vacío o tal vez ocupado por una caricatura que no se parece en nada. Otra vez las mismas escaleras, el mismo pasillo “otra vez pasar por ahí, no quiero verla”, el chico que la hace sonreír pero no hay mayor fuerza en él. Mientras sirve el café, el que no la despierta pero la mantiene ocupada; una que otra carcajada, abre las noticias: que si el narcomenudeo, que si el genoma que si el fut, que si la adopción y hasta que el taco más grande del mundo, la misma mugre de siempre. Las horas se tardan en llegar, otra conversación fría y vacía pero el corazón le da vuelcos, monosílabos, respuestas cargadas de indiferencia, y sigue preguntándole a la lluvia y al cigarro después de la comida ¿cómo volver a encontrar esas noches? Unas cuantas palabras, tantas preguntas que revuelven cada vez más su cabeza, tal vez sea difícil, pero es terca hasta que lo logre. Ahora ¿qué sigue? Tal vez seguir, tal vez llorar, arrancar la hierba seca, no sabe sólo siente que la piel se le ahoga, ese maldito síndrome de la abstinencia la envuelve en el mal carácter que había escondido, pero hay que seguir. Va, volvamos al principio y dejemos que las velas se apaguen al salir el sol.

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